martes, 13 de julio de 2010

REFLEXIONES PARA EL "CONCIERTO SEGUIDORES DE CRISTO"

I EL LLAMADO


Los primeros discípulos (Mt 4, 18)

Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres". 20 Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.

Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.


La fe se nos da como un regalo, como la herencia que procede de nuestros mayores y que no siempre estamos dispuestos a recibir, pero el seguimiento de Cristo es una decisión y experiencia personal desde el mismo memento en que nos invita a ir tras Él. A cada quien el Señor llama de modo particular y desde la propia realidad, El nos conoce profundamente pues nos ha creado. Conoce nuestras capacidades y hasta dónde somos capaces de llegar lo mismo que nuestras limitaciones, nuestros miedos, nuestros problemas e incluso lo que desconocemos de nosotros mismos. Al llamarnos a su servicio, el Señor lo hace por nuestro nombre y nosotros, libremente, aceptamos o nos negamos a seguirle. Es precisamente la libertad lo que hace valiosa la aceptación.


Como miembros del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, el Señor nos llama a seguirle tomando cada uno nuestro lugar y nuestra función. Algunos son llamados a la vida consagrada, otros al laicado, otros a la vida familiar, algunos a la misión, a la oración, a la enseñanza, a la contemplación, o a la alabanza, a la predicación, etc. Pero básicamente todos somos llamados a hacer presente el reino de Dios en la tierra dando testimonio de la fe y viviendo según el mandamiento del amor.


II ACEPTAR ES NACER DE NUEVO

Jesús y Nicodemo (Jn 3, 1-15)

Un fariseo llamado Nicodemo, hombre importante entre los judíos, fue de noche a visitar a Jesús. Le dijo:

–Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios a enseñarnos, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces si Dios no está con él.

Jesús le dijo: –Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios.

Nicodemo le preguntó: –Pero ¿cómo puede nacer un hombre que ya es viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez dentro de su madre para volver a nacer?

Jesús le contestó: –Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de padres humanos es humano; lo que nace del Espíritu es espíritu.

(Mt 16, 24)

Luego Jesús dijo a sus discípulos:

–El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame.



Con cuanta emoción recibimos el llamado. Es hermoso darnos cuenta que a pesar de nuestra miseria, el Señor nos ama lo suficiente para invitarnos a estar con Él. Pero la invitación tiene serias implicaciones cuando Jesús nos dice “¡conviértete!”. Más aún, Jesús exige que para seguirlo debemos “nacer de nuevo” y que quien así no lo hace no podrá ver el Reino de Dios. Nacer de nuevo significa tener un nuevo comienzo, vaciarnos de nosotros mismos y comenzar a vivir en Cristo. Dominar el egoísmo que pone nuestros intereses en el centro de la existencia y colocarlo a Él en ese lugar. Abrir el corazón completamente y sin restricciones ni condiciones de ningún tipo y permitir que el Espíritu Santo habite en él en plenitud. Abrir nuestra mente a su enseñanza y someternos libremente a su voluntad perfecta. Poner toda nuestra confianza en Él seguros de que nunca seremos defraudados. Significa permitirle quebrantar el “corazón de piedra” y humillarlo a sus pies para que en su reemplazo el Señor ponga a palpitar en nuestro pecho un corazón de carne lleno de su amor. En pocas palabras es aceptar que el Señor nos ama infinitamente y comenzar a corresponder ese amor y poder decir como San Pablo “ya no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí”.


III SEGUIR A CRISTO DESDE LA FAMILIA

Es innegable el papel primordial que cumple la familia en la evangelización de la iglesia porque es en ella donde por primera vez conocemos y tenemos conciencia de Dios. Cuando papá y mamá nos llevan ante el sacerdote para recibir el bautismo, cuando se sientan en la cama de sus hijos a la hora de dormir y les enseñan a rezar, cuando con su vida dan testimonio profundo de fe, amor, entrega y sacrificio, siembran en el corazón y la mente de las nuevas generaciones todo lo que significa ser verdaderos cristianos.


Por eso la familia debe estar en un puesto primordial en la pastoral de la iglesia para hacer de Cristo el centro de la unidad, el que de fortaleza a la unión de sus miembros, el que consolide los vínculos de amor entre los esposos y de estos con sus hijos, con sus familiares y con Dios.


Seguir a Cristo desde la familia es una de las formas más perfectas de seguimiento pues es precisamente allí donde más evidentemente se vive el mandamiento del amor caracterizado por la entrega y el sacrificio; también allí se cumple con la misión evangelizadora cuando los padres educan a sus hijos en el conocimiento de Dios principalmente a través del testimonio de vida, la educación en valores cristianos, las práctica de la caridad y la celebración de los sacramentos. Las familias se convierten en pequeñas comunidades, que junto con otras, conforman el pueblo de Dios.


Es necesario en este tiempo ampliar el concepto de familia, puesto que aunque el ideal sería que toda familia comenzara en la celebración del sacramento del matrimonio, lo cierto es que en número creciente, las familias se conformas de diversas maneras y con variantes diferentes a papá, mamá e hijos. No importando las situaciones en que estas familias se hayan conformado, es importante que la pastoral de la iglesia les ayude y guíe en la manera de seguir a Cristo desde su situación particular, sin proscribirlas o juzgarlas.


IV EL MÁS IMPORTANTE.


¿Quién es el más importante? (Lc. 22.24)

Los discípulos tuvieron una discusión sobre cuál de ellos debía ser considerado el más importante. Jesús les dijo: “Entre los paganos, los reyes gobiernan con tiranía a sus súbditos, y a los jefes se les llama benefactores Pero vosotros no debéis ser así. Al contrario, el más importante entre vosotros tiene que hacerse como el más joven, y el que manda tiene que hacerse como el que sirve. ¿Quién es más importante, el que se sienta a la mesa a comer o el que sirve? ¿No es acaso el que se sienta a la mesa? En cambio yo estoy entre vosotros como el que sirve.


Para hacerse el más grande entre los hermanos hay que hacerse el más pequeño, amarlos y servirles. De entrada esta idea suena a las luces de nuestro ego una de las condiciones más difíciles en el seguimiento de Cristo. Estamos programados desde niños para hacer todo lo posible por satisfacer nuestras propias necesidades antes que las de los demás, este es uno de nuestros primeros y principales paradigmas de la supervivencia.


Otra característica primordial del ser humano es nuestra necesidad, en ocasiones desesperada, de ser reconocidos y aceptados por los demás, que todos se den cuenta que existimos, que ocupamos un lugar en el mundo y que somos importantes. Para un niño es devastador carecer del reconocimiento y aceptación de su familia, de adolescentes los buscamos de nuestro grupo de amigos verdaderos, de los falsos y de los virtuales; de adultos de nuestros jefes, compañeros de trabajo y en fin, de todo todos aquellos con los que compartimos la vida e incluso de quienes no conocemos. Nos encanta la fama, el prestigio, que nos admiren y adulen, en resumen, que nos muestren amor. Cuando no somos reconocidos recurrimos a toda clase de caminos alternativos para lograrlo: dinero, poder, belleza, berrinches y hasta maldad.


Jesús nos pide todo lo contrario: dejar todo tipo de vanidad y egoísmo atrás y colocarnos al servicio de los demás. Significa esto hacer todo lo que esté en nuestras manos para hacer la vida de los demás más feliz, es hacer lo que esté a nuestro alcance para acercar a nuestros hermanos a Dios, desde el testimonio de vida, el servicio a la iglesia, etc. Es practicar la misericordia al sentirnos comprometidos con sus necesidades físicas, intelectuales, espirituales y morales. Es practicar la humildad y no la soberbia, la caridad y no la avaricia, es ser promotores de la paz y la convivencia y no del odio y o la violencia. Es hacer nuestro trabajo de la mejor manera, no solo para satisfacer nuestras necesidades económicas sino con el fin de que sea beneficioso para los demás. En fin, se trata de cambiar la pregunta de “¿cuánto amor me debe el mundo?” por la afirmación “hoy daré todo el amor que pueda al mundo”.


Es así como obtendremos el único reconocimiento que verdaderamente importa, el de ver escritos nuestros nombres en el libro de la vida.

miércoles, 12 de agosto de 2009

TUS MANOS SON LAS MANOS DE DIOS

Es hora de ponerse en marcha. El Señor hace un llamando a todos los valientes que quieran tomar su cruz y salir al mundo a anunciar el evangelio. Llegó la hora de asumir el compromiso y tomar nuestro puesto y nuestra responsabilidad en la construcción del reino de Dios. No podemos seguir evadiéndolo, no hay más disculpas que se puedan dar. El mundo está sediento y necesitado de su palabra y del testimonio de una iglesia que cree y vive en el amor de Dios.

La iglesia necesita que sus miembros abandonen la pasividad y comodidad a la que nos hemos acostumbrado y puestos en pie de lucha, volvamos a ser la IGLESIA MILITANTE de la que nos habla el catecismo. Aquí nadie puede seguir haciéndose el de la vista gorda. La iglesia somos todos y cada cual, “como los miembros de un solo cuerpo” debe identificar y asumir su tarea para cumplir con la misión que el mismo Jesús nos ha encomendado: ir por el mundo y hacer discípulos de todas las naciones.

Los adultos están llamados a retomar la responsabilidad por la educación y formación espiritual de las nuevas generaciones, padres y madres de familia que con su ejemplo y consejo, cimenten con bases sólidas los valores del evangelio en la mente y el corazón de sus hijos e hijas. Los maestros, a apoyar denodadamente este esfuerzo desde el aula de clase enseñando a sus alumnos a alabar a Dios descubriendo las maravillas de la creación, sensibilizando sus almas con la práctica del arte, desarrollando su pensamiento pero sobre todo, dando testimonio de vida y de entrega en el amor. Hoy más que nunca, cuando pareciera que los medios de comunicación masiva que impulsan al consumismo y pretenden manipular nuestras mentes y alienar a nuestros jóvenes están ganando la batalla, se necesitan maestros preparados, inteligentes, innovadores y valientes, para arrebatar las jóvenes mentes de la vacuidad y la estupidez reinantes.

Los jóvenes deben dejar de poner la disculpa de su edad para no convertirse en la fuerza renovadora de la iglesia y de la sociedad. Comenzar por tomar en sus manos la responsabilidad sobre su propia formación académica, humana y espiritual en la búsqueda de asumir el liderazgo que el mundo de hoy exige de las nuevas generaciones al interior de la iglesia y desde esta misma hacia el mundo entero. Sobre todo tienen la obligación de soñar con todas las fuerzas de su corazón, de hacerlo continuamente, y de ponerse en el trabajo de conquistar esos sueños. Sueños donde se construye una patria mejor, donde trabajamos juntos por presentes y futuros llenos de promesas y realidades, donde la iglesia unida busca la paz para el mundo y se convierte en respuesta a sus inquietudes.

Los niños también tienen su tarea. NUNCA DEJAR DE CREER. Cuando somos niños todas las respuestas están resumidas en una palabra: DIOS. Luego cuando crecemos, esta simplicidad no nos convence y poco a poco vamos complicándolo todo hasta que simplemente ninguna respuesta nos satisfacen y luego, al pasar los años y habiendo vivido muchas experiencias volvemos a darnos cuenta que la verdad la teníamos enfrente y que la abandonamos por tonterías. Muchas veces, estando ya en nuestro lecho de muerte, volemos a encontrar la respuesta única y verdadera, DIOS.

Los niños están llamados a disfrutar de esa presencia permanente de Dios que sólo se vive desde la inocencia. Por eso Jesús mismo nos dice que debemos ser como niños para entrar en el reino de los cielos. Ellos, que no conocen la maldad deben defender su inocencia y no dejarse meter el cuento de que Dios no es la respuesta. Mucho cuidado “hay de aquel que escandalice a uno de estos pequeños…”